lunes, 30 de noviembre de 2009

Teatro Romano de Sagunto R. I. P.


Foto: Marco Temprano


Hace escasos días, la sección primera de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo declaraba firme la decisión del Tribunal Superior de Justicia de Valencia de no obligar a la Generalitat a demoler las obras de “rehabilitación” ejecutadas en el Teatro Romano de Sagunto por los arquitectos Giorgio Grassi y Manuel Portaceli a finales de los años ochenta. Con esta resolución, el Supremo zanjaba el largo y complejo litigio que ha seguido al ultraje perpetrado sobre las antiguas ruinas romanas. Recordemos que en sucesivas sentencias, en el año 2000 y en el 2007, el Tribunal Supremo consideró dicha intervención ilegal, pues incumplía la Ley de Patrimonio Histórico Español de 1985 y estimó que era preciso derribar la moderna construcción con el fin de devolver a las ruinas su primitivo aspecto; algo inviable dado el carácter irreversible de la intervención, como finalmente parece haberse reconocido. Con lo cual, política de hechos consumados: nos quedamos con la moderna construcción “a la manera romana”, con materiales, criterios, “gusto” e intenciones de 1988, la misma que pulverizó las primitivas ruinas.
Visto lo cual, el reciente dictamen pone de manifiesto que el teatro romano de Sagunto está definitivamente muerto, resulta paradójico que esto se ratifique dos décadas después de que sus restos fueran condenados a desaparecer, justo cuando Grassi y Portaceli idearon su particular obra destinada a ser erigida sobre la antigua. La osadía, imperdonable por lo que se refiere a los autores, al primar tan pagado “genio moderno” sobre un singular vestigio histórico; resulta inadmisible por parte de todos aquellos que lo aprobaron. No sólo desatendieron la legislación en materia de Patrimonio Histórico, y las sucesivas cartas y recomendaciones internacionales relativas a la restauración de bienes culturales –mucho había llovido desde la Carta de Atenas de 1931 o la de Venecia de 1964, por citar apenas dos de las declaraciones pioneras en estas lides; se contaba, incluso, con una marco legal, que aun sin ser perfecto, ya hubiera querido Don Leopoldo Torres Balbás en su momento para combatir las restauraciones excesivas–; pese a todo ello, se permitió una intervención propia del siglo XIX a fines del XX, ¡si al menos hubiera sido Viollet–le –Duc el maestro de ceremonias!
Puede que el ex Teatro Romano de Sagunto descanse en paz –bajo la lápida que propició su propia muerte– y apenas subsista en los archivos y en la memoria de todos aquellos que aún nos seguimos rasgando las vestiduras ante un icono más de la larga serie de despropósitos cometidos sobre el patrimonio cultural español en el siglo XX. Lo acaecido con estas ruinas es tan sólo un ejemplo de las barbaridades aún posibles sobre nuestra herencia artística y, como tal, ha de convertirse en un referente para no olvidar. De poco sirve el abundante corpus legal y normativo, nacional e internacional, cuando sigue existiendo una notable distancia entre la teoría y la praxis, pese a los extraordinarios avances operados en este campo en las últimas décadas. Cada maestro tiene su librillo, cada restaurador su “ingenio”, y cada administración un credo mudable al son electoral.
De tal suerte, como bien advertía Don Ramón María del Valle-Inclán en La Cabeza del Dragón: “Es un castillo de fantasía, como lo saben soñar los niños. Tiene grandes muros cubiertos de hiedra, y todavía no ha sido restaurado por los arquitectos del rey ¡Alabemos a Dios!”.
Librémonos de los “restauradores-artistas” y de las administraciones prestas al dispendio…, crucemos los dedos y esperemos que a ningún visionario se le ocurra alicatar el Acueducto de Segovia.


mjm



http://www.elpais.com/articulo/cultura/Supremo/ratifica/decision/demoler/Teatro/Romano/Sagunto/elpepucul/20091123elpepucul_7/Tes



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